domingo, 20 de septiembre de 2015

Un terremoto de ocho grados

Ligia tomó en sus manos una pequeña imagen de la Virgen  de Nuestra Señora de los Ángeles, con la seguridad que era  la virgen de los terremotos, recordando Cartago en 1910; la apretó con tanta fe que se le rompió la piel de la palma derecha.

Mientras, un grupo de trabajadores municipales con uniformes color naranja, quienes recogían la basura y barrían las calles, se lanzaron en cruz sobre el pavimento y esto me llenó de angustia. Mi cónyuge se había caído ya en dos oportunidades, tal el movimiento que experimentaba el sismo. Era el 19 de setiembre de 1985.

México es una megametrópolis. Allí, todo puede suceder. Desde el más extraordinario concierto en el Teatro de Bellas Artes, pasando por una exposición en el Museo de Antropología, una concentra-
ción popular en el Zócalo, amanecer con los melancólicos acordes de los mariachis en la Plaza Garibaldi, o en la tradicional romería hacia la Basílica de Nuestra Señora de Guadalupe.

Esta populosa ciudad ofrece una gran diversidad. Modernos edificios que se mezclan con antiguas construcciones, calles y avenidas repletas de vehículos y los infaltables “tragafuego”, el parque Chapultepec con su señorial castillo, y Tepito, el mayor mercado popular de América Latina.

Librerías, teatros, el Templo Mayor, grandes y pequeños comercios. La opulencia y la miseria extrema son evidentes. En síntesis, una urbe en donde los contrastes están a la orden del día.

Esa era la ciudad en que vivíamos en 1985: Colonia Condesa, Guadalajara 92B, esquina con Durango, la dirección exacta. Ligia María, mi esposa, Manuel Ignacio, el hijo mayor de seis años, y Gustavo Emilio, de cuatro, el menor entonces, compartíamos el diario vivir en aquella desafiante ciudad.

Desde 1982 estábamos radicados en México como parte del personal diplomático de nuestra embajada. Una experiencia enriquecedora. El Grupo Contadora, negociaciones bilaterales, los problemas de los costarricenses radicados o de paso por esa hermana nación y el contacto con los medios de comunicación eran parte de mis tareas en calidad de ministro Consejero y Cónsul General. Hermosas amistades y relaciones con la colonia costarricense, lo mismo que con representantes de diferentes embajadas y consulados, constituían actividades que efectuábamos a menudo.

Como señalaba anteriormente, en México habíamos visto y vivido casi todo, porque allí todo puede suceder. Pese a que junto a mi esposa añorábamos visitar el Popocatepelt o las playas del Pacífico en esos días, la naturaleza nos marcaría para siempre en esa fecha.

Mientras nos preparábamos para desayunar y alistar a Manuel Ignacio y a Gustavo Emilio para que asistieran al Colegio Hesperia y al Jardín de Niños de Colores, respectivamente, se produjo, a las 7:20 de la mañana, uno de los mayores terremotos que registra esa querida nación.

Una falla tectónica en Acapulco, Guerrero, desplazó toda su fuerza hasta el Distrito Federal con una intensidad de 8,2 grados en la escala de Ritcher y una duración de aproximadamente dos minutos.

Nuestro apartamento se remecía de forma alarmante en una acción que parecía no tener fin, mientras Manuel, con inocencia, le decía a su madre: “mami, dígale que pare”.

El movimiento era impresionante y amenazador. El instinto de conservación me impulsó a tomar a los dos niños en mis brazos y correr hacia la puerta principal. Allí, un grito de mi esposa me indicaba que las gradas habían colapsado.

Mientras pronunciaba en voz alta la invocación “Santo Dios, santo fuerte, santo inmortal”, que siempre en esas circunstancias utilizaba mamá, para que todos saliéramos con vida de aquella prueba, me dirigí, entonces, a un pequeño balcón en el segundo piso del edificio y el pánico fue mayor.

El inmueble del frente se mecía como una hamaca y otro ubicado en la esquina más próxima producía un enorme estruendo al quedarse los ventanales de los diez pisos sin un solo vidrio. Todo eso sucedía y el terremoto no se detenía. Mis padres, mis hermanos, nuestras familias, como una película pasaban por mi mente. Morir junto con mis seres más queridos en un país ajeno y bajo miles de toneladas de cemento me produjo un inusitado temor.

Entonces, decidí lanzar a los dos niños desde el segundo piso a Rubén, el guarda encargado de la seguridad del edificio. A gritos llamé su atención y le pedí que los recibiera para luego lanzarme con Ligia. Prefería correr cualquier riesgo antes que el edificio se derrumbara. Igual de agitado y temeroso, el guarda me pedía que me calmara y que no lanzara a mis hijos.

Tenso, yo le insistía en mi acción y él me gritaba: “Don Manuel aquí tiembla mucho, tranquilo”. Mientras discutíamos, afortunadamente, la furia del terremoto cedió.

Minutos más tarde, los cuatro estábamos en el parque España, junto a la mayor parte de los vecinos, en su gran mayoría en pijama, incluidos nosotros. Habíamos sobrevivido a una dura prueba que indiscutiblemente sería imborrable.

Se derrumbaron alrededor de cien edificios y fueron innumerables los desaparecidos. En México, repito, todo puede suceder; no obstante, faltaba algo, no nos había ocurrido un terremoto de tal magnitud.




Superados los primeros momentos de aquella manifestación de la naturaleza, logramos comprobar que los sistemas de gas y agua del edificio se habían afectado, mientras que su estructura estaba intacta. Los comentarios estaban a la orden del día y los condóminos no terminaban de dar gracias por estar ilesos.

No pasaron muchos minutos cuando empezamos a escuchar las sirenas de ambulancias, así como de los vehículos de la policía y
bomberos cerca de nuestro apartamento. Nos enteramos de la caída de varios edificios cercanos y de muchas víctimas.

Las noticias aún no brindaban un panorama real de lo sucedido. Eran escasos los informes incluso en la propia capital. Era obvio, los servicios de energía colapsaron y la mayor parte de las emisoras de radio y de televisión quedaron “fuera del aire”. Tal circunstancia provocó el rumor y las noticias a medias.

No había una versión cercana a la magnitud de la tragedia, pero se oían las más diversas versiones: “Se cayó la Torre Latinoamericana, Bellas Artes está en el suelo, la Catedral está a punto de derrumbarse, en Reforma se cayeron cuatro hoteles, Colonia Roma es un horror”. En fin, la mente humana en plena especulación.

Más tarde y luego de tomar conciencia de haber sobrevivido a dicho suceso, nos enrumbamos a la residencia de nuestro embajador, Ángel Edmundo Solano, ubicada en Sierra Gorda, Lomas de Chapultepec. En este sector capitalino, por la conformación rocosa del suelo, el impacto del terremoto fue significativamente menor.

Efectuados los primeros comentarios, recibimos su invitación generosa para trasladarnos con nuestros hijos unos días, mientras se reparaban las fugas de gas y agua de nuestro condominio.

Al mismo tiempo, y junto con el propio Embajador y el ministro Consejero, Dr. Luis León Paéz-Ross, organizamos un plan para brindar ayuda a los costarricenses que pudieran haber resultado afectados, tarea a la que se sumó el resto del personal de la embajada.

Como primera acción, visitamos varios hoteles ubicados tanto en avenida Reforma como en el centro de la ciudad, en donde, generalmente, se hospedaban los ticos. Allí, logramos contactar a decenas de compatriotas en las aceras, con crisis nerviosas y dispuestas a no regresar a sus habitaciones un solo instante más.

Con lágrimas y miradas de horror nos pedían ayuda para permanecer en sitios más seguros. La demanda de poder regresar a Costa Rica era reiterada. No les interesaba otra cosa que trasladarse, ojalá de inmediato al aeropuerto.

Sus relatos eran estremecedores. Una joven de aproximadamente 23 años nos describió cómo, mientras se preparaba para salir de paseo a las pirámides de Teotihuacan, una de las paredes del baño se derrumbó, lo que produjo que el vecino del hotel contiguo la observara como vino al mundo.

Otros, en el Hotel Regis, en avenida Juárez, sitio de hospedaje,históricamente de muchos costarricenses, narraban que mientras el inmueble se derrumbaba e incendiaba, corrían escaleras abajo. Entre ellos, la esposa y el hijo de Danilo Ugalde, directivo del entonces Servicio Nacional de Electricidad (SNE), quienes lograron salvarse por cuestión de segundos, además, de recuperar sus pertenencias y dinero depositado en custodia en las cajas de seguridad, luego de gestiones que efectuamos desde el Consulado.

Ugalde, a quien acompañaban los funcionarios de la misma institución: Zoraida Morera, Yamileth Soto, Carlos Romero, Oldemar
Solís y Eduardo Ramírez, experimentó una severa impresión al enterarse a muchos kilómetros de la capital, sobre los destrozos producidos por el terremoto de marras.

Un compatriota que también había pernoctado en ese mismo edificio, no terminaba de dar gracias a Dios de haberlo abandonado en las primeras horas de la madrugada luego de una noche de fiesta. Otro relato estremecedor fue el de una joven señora quien utilizó la escalera de emergencia de un céntrico hotel; sin embargo, cuando apenas había descendido dos o tres pisos esta se desplomó. “Estoy viva de milagro y quiero regresar a Costa Rica ya”, nos decía presa del pánico.

Varios presentaban lesiones leves y otros hubo que brindarles mayor atención por problemas nerviosos, de corazón y de asma, acción en la que el Dr. León Paéz se desempeñó con extraordinaria entrega profesional. Nadie se explicaba cómo un viaje lleno de ilusiones chocara con una tragedia.

Pasado el mediodía de ese 19 de septiembre, empezamos a trasladar a los ticos a la residencia del embajador. Aproximada-
mente, a las seis de la tarde, la suma superaba las 90 personas. Las salas del primer piso y algunas habitaciones del segundo estaban totalmente abarrotadas de mujeres, hombres, jóvenes y niños quienes ya habían recuperado la calma y, ahora, comentaban sobre la experiencia vivida.

Sin embargo, treinta y seis horas después del terremoto, el 20 de setiembre, el pánico volvió a apoderarse de la población en general. Un segundo sismo de más de 7 grados se encargó de sacudirnos nuevamente. Las escenas de temor se repitieron y el deseo de salir hacia Costa Rica era ya casi una demanda de los “huéspedes”; algunos irritados, nos mostraban sus tiquetes aéreos como señal de que tenían derecho y recursos para el viaje de regreso.

Ese mismo día, en el primer vuelo de Lacsa, llegó a tierra mexicana el arquitecto Frank Sauter, para verificar personalmente el estado de las construcciones realizadas en ese país, comprobando que todos los edificios en los que había participado se encontraban en perfectas condiciones, gracias a las exigentes medidas antisísmicas aplicadas.

También en ese vuelo llegó una caja de víveres y artículos de primera necesidad enviada por mi querida familia. Hoy recuerdo, con el corazón agradecido, que contenía leche en polvo, pañales para los niños, papel higiénico, gasas, pastillas, hilos, agujas y una variedad de artículos que fueron verdaderamente útiles en ese momento.

Entre tanto, el personal de la Misión se multiplicaba tanto para brindar apoyo y alimentación a los ticos quienes se encontraban en la embajada, como para mantener informado al Gobierno y a la opinión pública sobre la suerte de los costarricenses residentes en México.

La colaboración del hijo de nuestro compañero de trabajo, don Antonio Willis Quesada, radioaficionado, fue el primer puente de comunicación que se efectuó con San José, el mismo día del terremoto.

La llegada de un equipo de miembros del Club de Radioaficionados de Costa Rica, días más tarde, encabezado por José María Volio, nos permitió una mejor comunicación con nuestro país. Desde ese momento, iniciamos un enlace prácticamente permanente con Javier Sancho en Casa Presidencial y con varias emisoras de radio y televisión josefinas sobre lo sucedido y, principalmente, acerca de la suerte de los compatriotas.

Esta última acción la habíamos iniciado Ligia María y yo, periodistas al fin, cuando decidimos grabar informaciones y listas de personas quienes se estaban reportando a la embajada y al consulado, material que enviábamos en los vuelos de LACSA diariamente.

Este trabajo permitió brindar tranquilidad a gran cantidad de familiares de residentes y de turistas, ya que Radio Monumental y Reloj procedían a su divulgación. La colaboración de Rodolfo Dent, gerente de la línea aérea nacional,
fue una gran ayuda para el regreso de los turistas quienes habían experimentado, principalmente en Acapulco y en el Distrito Federal, la furia de la naturaleza.

Una o dos semanas después del terremoto, una madre costarricense se hizo presente en el Consulado que dirigía. Su interés,
conocer si teníamos noticias sobre el paradero de su hijo, un joven de 21 años de nombre Marcos, quien se encontraba de paso
a Estados Unidos, probablemente en el Distrito Federal, según sus informaciones. En nuestros registros regulares ni en los de la emergencia aparecía su nombre. La insistencia de aquella madre nos indicó el camino. De inmediato, en su compañía empezamos a recorrer sitios en donde se depositaban los cadáveres, lo mismo que diferentes de-
legaciones en la capital azteca para obtener alguna información sobre su paradero.

Varios días nos dedicamos a examinar gran cantidad de expedientes en los cuales se podían observar las más dramáticas fotografías de fallecidos o partes de ellos, tomadas antes de ser sepultados en fosas comunes. Un cuerpo totalmente mutilado, un brazo con un reloj, una extremidad inferior con su zapato, una mano. Fotografías de cadenas,
esclavas, escapularios, documentos personales como cédulas, carnés, una cabeza o un dorso, también formaban parte de aquella
información necrológica que teníamos enfrente.

La tarea era tensa, no solo por lo impactante sino, también, por la mezcla de esperanza e incertidumbre que se observaba en aquella madre ansiosa de tener noticias de su hijo. De pronto, una exclamación de dolor profundo y un llanto inconsolable. Una hermana que la acompañaba de inmediato reaccionó, se acercó y se fundieron en un abrazo por algunos minutos junto
a uno de los álbumes de la Delegación.

Me acerqué a la señora y me abrazó. Bañada en lágrimas pero con algún reposo me dijo: “Este es mi hijo, sí es mi hijo”. “¿Dónde está, dónde está?”, interrogaba al oficial de turno. “Señora, todos ya han sido sepultados por orden de las autoridades de Salud”, replicó el guardia de baja estatura y mirada amigable.

Esta escena se repitió dos o tres veces con otras familias quienes llegaban en busca de información y mientras hacíamos algunas diligencias para tener certeza del sitio en donde, eventualmente, se encontraba el cuerpo del costarricense.

El amor de esa madre fue tal que, mediante una consulta por aquí y una dirección más allá, logramos ubicar el cementerio y la fosa común en donde descansaba su hijo. Una oración, miles de lágrimas y la certeza de saber sobre la última morada de ese ser tan amado, trajo algún alivio a esta valerosa mujer que fue fiel al sentimiento que la envolvió desde que conoció sobre el terremoto: “Yo presentía que algo le había pasado a mi hijo”, me dijo.

Algunas indagaciones que posteriormente realicé sobre este caso particular, el único que pudimos comprobar realmente de un tico fallecido en el terremoto de 1985, nos facilitaron mayores detalles de este lamentable suceso. De acuerdo con el relato del amigo de Marcos, en el momento del sismo ambos bajaron corriendo por las escalares de un viejo edificio en Colonia Juárez. No obstante, a mitad del camino, recordaron que el abuelo del primero, con serios problemas
de movimiento, se había quedado en la habitación. Entonces, Marcos quiso regresar para auxiliar al anciano, momento en
que parte del edificio se derrumbó y una viga de concreto lo impacto directamente en la cabeza. Ese gesto de solidaridad le
produjo la muerte.

Entre tanto, a lo interno de México, el caos estaba a la orden del día. Los sistemas eléctricos, de telecomunicaciones y agua habían colapsado. Las principales emisoras de radio y televisión tenían sus torres, equipos de transmisión y edificios totalmente dañados. La conocida empresa Televisa debió hacer ingentes esfuerzos para lograr poner su señal al aire vía Estados Unidos, mediante un sis tema extraordinario de microondas.

Las autoridades gubernamentales encabezadas por el presidente Miguel de la Madrid, no atinaban a reaccionar con la prontitud
requerida. Existían contradicciones sobre la magnitud del terremoto y sus consecuencias.  La ayuda a los damnificados fue tardía y a medias. Pese a algunas medidas de emergencia, no se lograba paliar el dolor ni la zozobra de millones de mexicanos.

Al mismo tiempo, todos los días se conocía de mayores cifras de muertes y heridos, así como de personas quienes habían sobrevivido en circunstancias dramáticas.

Un caso que bien vale destacar, es el de varios niños del Hospital Juárez quienes quedaron entre las estructuras del nosocomio en la sección de Pediatría, y que fueron rescatados con vida varios días después por los llamados “topos”, un grupo de salvamento que merece reconocimiento por la valentía y el espíritu de entrega que demostraron. La solidaridad de los ciudadanos fue también patente con quienes realizaban tareas de rescate y de auxilio.

Mientras esto ocurría, la ayuda generosa de naciones de todo el mundo no se hizo esperar. Miles de víveres, avituallamiento, varios grupos de voluntarios especializados, medicinas, tiendas de campaña, agua, hospitales móviles, en fin, toda clase de colaboración. Sin duda, este fue un elemento vital para enfrentar la catástrofe.

Un gesto especial llamó la atención en medio del dolor de los mexicanos. La presencia del connotado tenor Plácido Domingo quien se hizo presente para buscar a sus familiares en los escombros de uno de los edificios del complejo de Tlatelolco, cerca de la Plaza de las Tres Culturas.

Junto a las brigadas de búsqueda, Domingo se dedicó sin descanso, por varios días, a localizar a sus seres queridos entre los escombros. Como uno más de los voluntarios no descansó en su objetivo, lamentablemente, con resultados negativos. Como una mueca del destino, uno de sus discos autografiados a su familia apareció entre los restos del inmueble. El rostro de esta tragedia impactó de tal manera al artista que se dedicó, un año entero, a realizar conciertos alrededor del mundo
con el fin de destinar el dinero a los damnificados de la nación que admira como su segunda patria.

De acuerdo con expertos y la evidencia del terremoto, la hora del suceso fue un factor fundamental para evitar una tragedia mayor. El hecho de que los funcionarios gubernamentales no hubiesen iniciado labores, así como que las escuelas y los colegios no se encontraban aún funcionando evitó un número incalculable de muertes.

Lo anterior, debido a que muchos edificios de gobierno y centros escolares sufrieron severos daños y una cifra importante se derrumbó. Treinta minutos más y las víctimas se hubieran multiplicado. Algunas cifras indicaban que el número de muertos superó los cincuenta mil, otras fuentes afirmaban que fueron cerca de treinta mil, organismos internacionales superaban estos datos. Lo que sí es cierto, es que el Gobierno sostuvo siempre que fueron cerca de doce mil las víctimas.

El 19 de setiembre de 1985 se puso a prueba el coraje y la reciedumbre del pueblo mexicano. Aquel movimiento de las entrañas
de la tierra marcó a propios y a extraños como nosotros. Asimismo, hizo evidente la insensatez y la poca sensibilidad de algunos, ya que tan solo unas horas después de sucedida la tragedia, un reconocido diario de la capital titulaba, en su primera página: "Campeonato Mundial de Fútbol 1986 no se suspenderá". Así fue.

Del libro “Yo también quiero contar: relatos de un periodista”. Manuel E. Morales.



domingo, 7 de junio de 2015

Vamos a hacerlo bien
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domingo, 29 de marzo de 2015

...y cuando de los dos lados chispan los ojos,
y cuando está esa sonrisa plena y ten dan otra de vuelta
y cuando decir "magia" se queda corto
y cuando sabés que podrías recorrer el mundo entero con ella
resulta que está casi casada.

lunes, 9 de marzo de 2015



Dar de comer a los perros, verlos desde la ventana,
echar agua a las plantas y bailar...

Ponerse un sombrero, ponerse los zapatos,
apear unas naranjas, hacerlas jugo. Comer.

Nada va a ser lo mismo, al menos yo ya soy otro
porque vos nos viniste a recordar
que en lo más simple está lo más hermoso (...el sabor!)

Buen viaje mi niña, nos vemos pronto!

jueves, 26 de diciembre de 2013

hoy, decido volver.
decido volver a hacer magia con mis días. hacer magia y ser magia.
desde el pajarito hasta lo que escribo.
ya es hora. fue un largo retiro.
por ella y por mí. y con mis amigos,
los que ya están y los que vendrán

bienvenida la magia de nuevo!





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hoy, los amigos


desde mi más profunda infancia los conozco,
amigos míos, compas míos,
y desde entonces crecí con ustedes.

es una historia sobre otra,
y otra sobre otra,
hasta hacer una torre alta. Alta y firme,
de recuerdos, muchas risas y hasta siempres.

¿cómo no quererlos? ¿cómo no ser parte de ustedes?
si aprendí a querer con ustedes, a caminar con ustedes, a amar con ustedes.

de la escuela, de la que poco me acuerdo, me quedo con lo esencial:
mucho juego, dos o tres buenos compas y las ocurrencias del los medio días.
del cole, lo que descubrimos juntos: cómo dar un beso, cómo fumar y cómo festejar sin pensar en un mañana.

pero con lo que talvez más me quedo es con lo que construimos a partir de ahí,
ya siendo no chiquillos y un poquito adultos: cómo querer, cómo carcajear y cómo compartir.
Como sólo se puede compartir con alguien al que se le conoce desde hace 27 años.

gracias amigos, no sólo por los grandes momentos, las grandes tandas o los vijesotes.
gracias sobretodo por los detalles: la sonrisa cómplice, la broma eterna o el abrazo sincero y querido.

ustedes son yo y creo que yo una partecita de ustedes.
y eso, definitivamente, hace que uno se sienta bien.
gracias por mostarme que un momento puede durar una eternidad.
hoy y siempre.


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sábado, 31 de agosto de 2013

hoy... zoé!

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Hoy naces, Zoé.

Ya te estamos esperando. Naces dentro de una hora y media.
Vos, chiquita linda, que haces que mis papás se conviertan en abuelos.
Vos, la luz de mi hermano y de mi cuñada.

Hoy naces y desde ya te queremos.

Hoy abrí la ventana de mi cuarto,
hoy desde tempranito, cosa rara, hice mi cama,
para recordar este día como un día de luz y de felicidad.
Hoy naces y hoy quiero ser mejor.
Quiero estrenarme (formalmente) como tío
y quiero hacerlo bien.

Te prometo esforzarme....
bueno, ¿por qué esformarme?
¡Si al verte sonreír y un par de lágrimas de alegría van a ser tan naturales!
Pienso es tus piecitos, Zoé,
en tus manitas enanitas,
pienso en unos años, cuando pedirás que te alze.

Quiero agradecerte desde ya por llegar a nuestras vidas,
en especial a la de mi hermano mayor y a la de Leo.
Sos una bendición, Zoé.
Sos una bendición.

Tu tío Javier quiere ir a ver una película mientras naces.
Le dije que no: quiere ver una película de miedo.
Quiero tener mi mente limpia el día que vienes, tu primera noche en el mundo,
para ir a conocerte mañana lleno de luz y de felicidad.

Hoy es un día hermoso.
Hoy naces. El milagro de la vida.
Y justo hoy, hace exactamente 15 años,
tu papá se fue de este país para Francia,
a una aventura que tenía irremediablemente como destino hoy:
a vos. Y a los que vengan después de vos.
(hoy inauguras el primer día de pensión de mi papá, tu abuelo).

Hoy llueve en el rodeo. Y el agua es fertilidad.
Y desde acá te escribo, desde acá te pienso,
en este, el que va a ser tu primer hogar de muchos.

Hoy vienes al mundo y te esperamos.
Y te queremos.
Y te va a ir muy bien.

Me lo dijo la vida,
hoy me visitó un colibrí.

¡Bienvenida, niña hermosa!